VICENTE ZABALA
Curro Romero realizó la mejor faena de su vida


No, no eran las cinco de la tarde. El reloj marcaba las ocho y cuarto. Las manecillas se habían detenido para ver torear. Y los gitanos del Albaicín rompieron a cantar por lo grande, y los de la Peña Platería lloraban como niños, y los jardines morunos se deshacían en fragancias, y los gorriones inmovilizaban el vuelo justo sobre la plaza de toros, y las gargantas enrojecían perdiendo la noción de los olés, y se sentían las sonantas, y Rafael llamaba a Chicuelo, invitándole a que se asomara a los palcos del cielo...

Hasta entonces, el cronista había presenciado la corrida con mentalidad de burócrata, contemplando indiferente lo de todos los días, mientras el público palmoteaba, merendaba y pedía muchas orejas que el buenazo del presidente, rodeado de madroñeras y mantillas, concedía sin regateos, generoso y folklórico. Todo se estaba desarrollando enmedio de un clima apacible y distraído. Los "minicuatreños de Juan Pedro Domecq no se caían, repetían sus embestidas, seguían sus engaños con sus comodísimos pitones -¡hay que ver el arte de la madre naturaleza!-, incapaces de tirar un solo derrote.

Recuerdo lo acontecido con anterioridad a las ocho y cuarto de la tarde como algo muy lejano, perdido entre brumas, como si yo fuera el protagonista de una película en la que aparecen escenas de una vida pasada, ofrecidas por el director entre una cortina de humos. Allí veo a Luis Miguel Dominguían con un terno más discreto de lo habitual en él, ejecutando lances de capa como si viniera de la inspiración de un astronauta de Cabo Kennedy. Luego Dominguían pegaba derechazos y naturales saliendo siempre la muleta punteada y desflecada. Se volvía en desplantes de espaldas al toro y las señoras de la localidad de al lado decían que está más moreno que la última vez y que saben de muy buena tinta que se halla muy enamorado. Las señoras le llamaban familiarmente Miguel y estaban muy convencidas de que pronto rodará esa película que tiene comprometida desde 1945 con todos los directores cinematográficos de categoría mundial. Creo recordar que le dieron una oreja en su primero por un alevoso bajonazo y las dos del segundo, ruidosamente protestada la última. Los muletazos perfileros y con el pico de la muleta se marcharon como una pesadilla de la escena. Ahora vemos a Curro Romero dubitativo y abucheado. La bronca parece una tormenta entre montañas, como aquellas de la niñez, a la vera del pico de Avantos, allá en El Escorial. Y escampa, sale el sol para José Julio Granada, el torero de la tierra, sea cariñosamente aclamado por un toreo de capa apretado. A continuación, la faena valiente, dispuesto a todo, y la estocada al encuentro. Las dos orejas y el rabo.

Y saldría el quinto, otro "minicuatreño" de monísima cabeza... Y hacia él se fue Curro. Tres lances y la plaza entera boca abajo. Otros dos más y el remate inspirado, bellísimo, de una larga afarolada, saliendo garboso con el capote al hombro como lo hubiera hecho el mismísimo Lagartijo.
Yo he visto la faaena de Curro de Madrid y aquella otra de los toros de Urquijo en la tarde lluviosa de hace no sé cuántos años en la Maestranza de Sevilla. Bueno, pues las dos son una mueca de lo que se llevó a cabo ayer en el coso de Los Cármenes.
Los buenos aficionados suelen decir que Curro es un torero de espejo, que parece imposible que un día pudiera salir un toro con el temple del diestro de Camas. Pero Juan Pedro Domecq, en los campos jerezanos, dio con ese animal soñado, y le tocó a Curro. Desde los ayudados por alto, despatarrado, barriendo los lomos de su enemigo, hasta el larguísimo repertorio de floridos adornos, todo fue una bellísima obra de arte.
Dejo exprofeso aparte los pases naturales. Curro toreó con la mano izquierda con una limpieza y un ajuste insuperable. Pases medidos, largos y templados, tomando el burel en el primer tiempo del lance delante de su cuerpo y despidiéndolo en la distancia justa y atrás, para engarzar el siguiente. Muy pocas veces he visto una plaza más taurinamente enardecida. El clamor era el que debe haber en los graderíos cuando se torea de verdad. Nada tenía que ver con las palmas mecánicas ni con los oles tontorrones y desangelados de cualquier corrida de feria. Repito que era diferente. El gentío vibraba de emoción. Era el milagro del arte de torear el que estaba devolviendo el sentido del gusto, del buen gusto, al público.

Cuando Curro Romero se perfilaba para matar, la afición granadina ya le había otorgado las dos orejas y el rabo simbólicamente. Estaban dispuestos a dárselas como fuera. Por eso no les importó la inconcebible y feísima puñalada que coronó tan estupenda faena. El presidente no debió otorgar trofeos. Primero, porque con un bajonazo se queda descalificado en buena lógica taurómaca, y segundo, porque lo de Curro no podía tener el mismo premio que una faena normal. Pero Romero se vió con las dos orejas y el rabo en las manos. El público gesticulaba, saltaba en los tendidos. Allí nadie se entendía. Todos parecían querer torera de salón imitando lo que acababan de ver. El de Camas, después de recorrer el redondel, sacó a sus compañeros. Los tres iniciaron otra vuelta a la redonda. Nadie hacía caso de los diestros. Cuando salió el sexto,las conversaciones seguían en torno a lo mismo.A estas horas no se habla de otra cosa en Granada.El suceso taurino es muy importante.Ha salido el famoso toro del espejo.Curro lo ha toreoado como en los aņos fantásticos de su niņez frente al armario allá en su pueblo sevillano de Camas.

Juan Pedro Domecq se ha "tapado" por la nobleza de ese toro,por la incasable acometividad de todos,excepción hecha del sexto,que deslució a José Luis Granada,y se ha cubierto de gloria por haber sido el mago capaz de crear y criar el toro del espejo.Por tí,Juan Pedro,los relojes granadinos están parados hoy a las ocho y cuarto de la tarde.

Vicente Zabala
Diario ABC
23 de Junio de 1973



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