ALFONSO USSÍA
CURRO ROMERO


La tradicional corrida de toros del Domingo de Resurrección en la Real Maestranza de Sevilla abre la temporada taurina. Este año, como casi siempre, cartel de lujo. Curro Romero, Enrique Ponce y Francisco Rivera Ordóñez. Curro Romero, como ha escrito Antonio Burgos, ha hecho en la Maestranza todo menos la primera comunión.
Extraordinario personaje el de Curro, fundador y sumo sacerdote de una religión, aún dispuesto, con más de sesenta años, a vestirse de luces y enfrentarse desde la quietud o la carrera frenética a un toro bravo, a un toro cabreado, según Fernando Villalón, el poeta de las marismas. La figura de Romero se sale del ámbito taurino y adquiere la dimensión de mito. Un mito, por otra parte, lleno de humanidad y simpatía, mitad campo, mitad Séneca. Los taurinos resumen en su arte la realización del milagro, el soplo del prodigio. El fanatismo y el engaño no superan los decenios cuando no hay verdad en sus raíces. Si el toreo es música, Ordóñez fue Beethoven y Romero es Mozart.

Sevilla lo venera, Madrid lo adora, Ronda se abre a su magia. ¿Qué público prefieres, el de Sevilla, el de Madrid o el de Ronda?; el del tenis. Y se quedó tan ancho y tan pancho después de emitir su sentencia. Dice Curro que el torero en la plaza no pierde un detalle de lo que ocurre en las gradas. Se oye el elogio, el desprecio, el amor y el insulto. Toreaba Curro en la Real Maestranza y le había tocado en suerte, en mala suerte, un toro que parecía un búfalo. Así que le ordenó a Luis Mariscal, su picador, que le pegara con ganas para limitar su poderío. El búfalo se arrancó de lejos al caballo y el público se puso del lado del toro. El picador luchaba contra la fuerza del toro cumpliendo a rajatabla las indicaciones del maestro. Muchísimo toro. Una barbaridad de toro. El público empezó a protestar, y Curro se vio obligado a interpretar el papel de bueno. ¡Vale, Luis, déjalo Luis, ya Luis, vale Luis, déjalo, déjalo, basta Luis!. Y Luis que seguía hundiendo la vara en el morrillo ensangrentado del búfalo. Las protestas derivaron en bronca unánime, y Curro insistió en lo suyo. ¡Déjalo, Luis, déjalo, vale, vale, vale,Luis, déjalo Luis!. Y Luis que no hacía un pito de caso. Fue cuando Curro Romero escuchó lo que una mujer que ocupaba una contrabarrera le decía a su acompañante: Pues el picador no se debe llamar Luis.

Hoy hará Curro Romero, una vez más, el paseíllo en la Real Maestranza de Sevilla. Su presencia es la tradición en la ciudad de España que mejor se abraza a la leyenda, a la costumbre, al gusto de la Historia. Sea tarde de gloria o de decepción, el resultado es lo que menos importa. Otra cosa es lo que piensen y opinen los taurinos. Para la estética, para la religión del mito, para la cultura, lo fundamental es que Curro Romero pise el albero de la Maestranza vestido de luces un Domingo de Resurrección más. Que corte una oreja, dé la vuelta al ruedo o salga de la plaza sorteando las almohadillas corresponde a las estadísticas. El mérito está en la presencia, en la constancia por la tradición, en la generosidad del gesto. Cuando Curro se canse y rechace hacer el paseíllo el Domingo de Resurrección en su Real Maestranza de Sevilla, morirán muchas ilusiones, y la tradición se vestirá de nuevo, y perderá el sabor de lo añejo. No importa que triunfe o fracase, si es que la segunda opción es posible. Lo que importa es que esté, que acuda a la cita, que se presente vestido de dulce, que pise el albero de Sevilla y que Dios le guarde



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