MANUEL RAMÍREZ
El toro de Romero


Ya desde que comenzara de novillero se hablaba del toro de Curro, de ese toro especial que necesita el camero para hacer su toreo y todos coinciden en que lo necesita, pero casi nadie, que uno sepa, sabe con certeza cómo tiene que ser, o cómo es, el toro que Romero vea para que florezca su arte. Y puede -aunque habría que preguntárselo- que el mismo torero no lo sepa hasta que no lo tenga por delante.

Cuentan que un día le preguntaron a Rafael Gómez Ortega, El Gallo, que por qué se dejaba ir toros que servían y, sin embargo, se fajaba y le cuajaba faenas a otros que parecían no tener un pase; y el divino calvo -hay que imaginárselo ya sentado en la butaca, brillante en el anular de la mano izquierda, el habano engarfiado entre sus dedos, el sombrero dándole sombras en sus ojos- respiraría hondo, sin prisas, frunciría su corneado labio inferior y diría con hablar pausado y senequista: "Serán buenos para otros los que esos otros ven buenos, pero no lo serán para mí".

Algo parecido viene a ocurrirle al Faraón. Un día en Aranjuez, un toro le infirió una grave cornada. Y los toros -hay que insistir muchas veces- no cogen cuando un torero está huyendo, sino cuando más asentado está en la plaza, más hundidas tiene las zapatillas en la arena, más relajado el cuerpo y más a gusto se encuentra. Fue un toro que, al salir, hizo cosas que a otro compañero de aquel cartel -uno de los más poderosos que ha dado la historia de la fiesta- no le gustaron nada. Pero a Romero le gustó y se estaba gustando toreándolo, sin importarle que el toro le avisara por un pitón. Llegó la cornada y, con ella la duda que siempre sale sobre el tapete de cual es su toro.

Se ha hecho silencio en una plaza. Ha salido un toro. De buen tranco, fino de cabos, bien hecho. Hay ese murmullo de admiración y de esperanza en los aficionados. Pero Romero deja que se lo paren. Malo. Pero peor es que no tenga la menor prisa en que el peón termine con su trabajo hasta apurarle los terrenos. No le sirve. Ya lo ha visto, pero los demás no.

Sale otro toro. Es feo. Barbea en tablas. Busca. Gazapea y se frena. No parece tener hechuras para meter la cabeza, y mucho menos obedecer. Sin embargo, sale el torero decidido, recogiendo capote para dejarlo una cuarta más grande, no más, que un pañuelo, y borda la verónica. ¿Se entiende? El día que se entienda a lo mejor no necesita ya entenderse.

Le ha pasado siempre igual. Han cambiado los tiempos. Han pasado los años. Salen cada tarde dos toros distintos. Romero sigue echando los hombros atrás, entornando los ojos como afilando el mirar y viendo lo que los demás no vemos por mucho que miremos. Para bien o para mal. No sé si se habrá equivocado muchas veces. Pero sí me consta que más, muchas más, se equivocaron los que se creían en posesión de la verdad y comprobaron, casi por cómo Curro fue a recibirlos o a no quererlos ni ver, que estaban equivocados.
Manuel Ramírez
ABC
Curro Romero, un torero de leyenda



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