Antoñete, Romero, Frascuelo
Toros: 1º, Domingo Hernández, fuerte; 2º y 5º, Juan Pedro
Domecq, nobles; 3º y 6º, Sayalero y Bandrés, flojos; 4º, Las Ramblas,
noble. Todos correctamente presentados y salvo el 6º -un borrego-, encastados. Antoñete:
pinchazo, estocada corta contraria y rueda de peones (algunos pitos); dos pinchazos
-aviso-, rueda de peones y tres descabellos (vuelta). Curro Romero:
dos pinchazos, estocada corta delantera y rueda insistente de peones (pitos); media
ladeada (oreja). Frascuelo: estocada (minor itaria petición, ovación
y salida al tercio) ; estocada (aplausos). Plaza de Guadalajara, 12 de
septiembre. 2ª cor rida de feria. Tres cuartos de entrada.
JOAQUÍN VIDAL, Guadalajara 
Doscientos años -dos siglos cabales- decía la gente que contaban los espadas de la
terna. Se pasaron un poco. No mucho, la verdad, ya que, sumadas sus edades, estaban más
próximos a los docientos años que al siglo y medio. Claro que viéndoles en el ruedo tan
serranos y pizpiretos, parecían tres chavales.
Tres chavales con sus canas -alguno tintas- pero con toda la ilusión del mundo y, sobre
todo, con una valentía y un pundonor que para sí quisieran muchos veinteañeros.
A lo mejor -es cierto- nos ponían el alma en vilo. Se cruzaba, por ejemplo, Antoñete con
el toro, y nadie estaba seguro de lo que podía pasar; algunos, incluso se ponían en lo
peor. Y lo que sucedía era que Antoñete presentaba la pañosa y se traía al toro
toreado según mandan los cánones, que es con todas las de la ley.
Y Curro Romero igual. Y Frascuelo. Entró Frascuelo de sustituto. A Curro Vázquez, que
estaba anunciado, no le gustó que le cambiaran los toros y se cayó del cartel. El día
anterior al de autos fue de bronca en los corrales y en los despachos. La mayoría de los
toros presentados, pertenecientes a tres ganaderías distintas (cada espada había elegido
los suyos) fueron rechazados en el reconocimiento. Encargaron entonces nuevos toros, de
mayor seriedad y trapío. Y cundió la voz: "Seguro que ni Antoñete ni Curro Romero
los aceptan". Sin embargo, llegada la hora de la verdad, los aceptaron, con ese
respeto al público y ese sentido de la responsabilidad que caracteriza a los toreros
auténticos, y hubo de ser Curro Vázquez -¿quién lo habría podido a imaginar?- el que
diera la nota negándose a torear.
Entró en su lugar Frascuelo y la afición conspicua lo agradeció en el alma. Frascuelo,
reciente triunfador en Las Ventas, es torero de una pieza y de muchas calidades. La única
reserva que algunos tenían con Frascuelo es que ya anda muy pasado de edad, por el medio
siglo o así. Aunque -ya lo dijo Einstein- todo es relativo. He aquí un caso: cuando
nació Frascuelo, Antoñete y Curro Romero ya eran matadores de alternativa, figuras y
ligones (que aquí todo se sabe).
¿Podría ser Frascuelo su hijo?, especulaban algunos espectadores dándole vueltas a la
edad. ¡Hombre, no! Antoñete y Curro Romero nunca constituyeron pareja de hecho. Ahora
bien, hijo artístico -o por lo menos sobrino- probablemente sí, ya que su concepción
del toreo es prácticamente la misma.
Salió a la palestra Frascuelo y toreó muy bien a la verónica, cuajó medias belmontinas
de altos vuelos, hizo una faena de muleta reposada, mandona, torerísima. No brillante
porque el toro -hablamos de su primero- iba escaso de casta y se quedaba en la suerte, mas
sí admirable por la asolerada técnica, por la espontánea variedad, por la armoniosa
lentitud que empleó en su interpretación. Al toro sexto, en cambio, no pudo darle ni un
pase. Lo intentaba, y el pedazo borrego aquel se sentaba a sestear.
Toros íntegros le echaron a Antoñete padre y les plantó cara con ese valor y esa
torería que le son innatas. Al primero le midió mucho con la mirada y no se decidió a
reunir y ceñir las suertes, quizá por desconfianza. Al que hizo cuarto le ligó tres
derechazos excelentes, le embarcó en dos emotivas tandas de naturales, y cerró con el
molinete o con las trincherillas de su marca, haciendo honor a la grandeza del toreo.
Curro Romero traía guardadas distintas versiones. A guisa de prólogo, los regates, los
macheteos, los mandobles donde caigan para liquidar al inocente juampedro . A guisa de
epílogo, aprovechando la pastueña nobleza del otro juampedro , la belleza de un toreo
por redondos (naturales, ni los intentó), pura exquisitez, seguidos de pases de pecho, o
ayudados, o cambios de mano, y aflamencados desplantes. El epílogo, en fin, se hizo
apoteosis. Y le dieron una oreja, que cambió de inmediato por una ramita de romero,
quizá porque a tocar orejas no está acostumbrado.
La función transcurrió deliciosa. Amena, por la variedad interpretativa de la terna
bicentenaria; emotiva por sus muchos detalles de acendrada torería. Y con toros: eso que
no quieren ni ver los que van de figuras, tan jóvenes, tan pagapases, tan pelmazos.
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Un torero con dominio... |
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